jueves, 22 de julio de 2010

CIENCIA - Jacques Cousteau: El poder de nuestra civilización

Por Jacques Cousteau (*)


El medio ambiente no es sólo lo que conocemos como entorno, el escenario donde desarrollamos nuestras vidas. Existe lo que podríamos llamar un medio ambiente interno. Abarca nuestro comportamiento, nuestro código moral, nuestras tradiciones, nuestra lengua.

El teorema biodiversidad no sólo se aplica a los ecosistemas, sino también a los conceptos, como el literario, el musical y el artístico. Hoy, la ciencia ha demostrado que la multiplicidad y las diferencias de y entre las culturas -sean primitivas o sofisticadas- son los factores esenciales del poderío de nuestra civilización, son el tesoro irremplazable de la humanidad. Sin embargo, Sumeria, Egipto, Mongolia, Grecia, Roma y muchos otros súperestados, ensoberbecidos por su propio poder, se afanaron en destruir unas cuantas civilizaciones poderosas y aplastaron a cientos de culturas más modestas, con lo que empobrecieron nuestro patrimonio para siempre.

Necesitamos libertad cultural tanto como el aire que respiramos. Precisamos de diversidad cultural tanto como requerimos de gastronomías, idiomas incomprensibles, libertad y democracia. Necesitamos tiempo, no sólo para producir, sino para pensar, crear y disfrutar de la vida.

“…Sólo existe una forma de mantener floreciente nuestra civilización: debemos proteger su diversidad. Debemos rechazar la venta de patrimonios como si fueran mercancías.…”
Ahora debemos promover un despertar de la opinión pública mundial para salvar las fronteras mixtas y la profusión de nuestra diversificada jungla cultural… Aún no alcanzamos semejantes niveles de pensamiento.

Durante el transcurso de mi vida aventurera, fui testigo de muchos naufragios culturales. La mayor parte de estas tragedias se debió a la confrontación de dos pueblos, de dos formas de vida distintas, una de ellas habiendo declarado unilateralmente su superioridad.

Cuando mi barco, el “Calypso”, llegó a Tierra del Fuego en 1972, investigamos en una isla a los indios llamados onas. Sólo quedaba una mujer de 82 años de edad. Todos los demás habían sido cazados con escopetas como si fueran animales. ¿El pretexto? El propio Darwin había declarado que los onas estaban más próximos a los animales que a los hombres.

En Chile, en 1973, estudiamos a los últimos 37 indios kawashkiar. Quince años más tarde, ya no quedaba uno solo. Se les había empleado como mineros y fueron incapaces de adaptarse.

Los guerreros niassi vivían en la isla de Nias, al oeste de Sumatra. Anclamos en la Bahía de Lagundi y nos encontramos con anodinos ciudadanos indonesios: no tenían ya memoria de su cultura ancestral. Los ancianos habían erigido monumentos de piedra como un rastro para no ser olvidados, pero hace un siglo, su jefe se convirtió al protestantismo y su legado les fue extirpado. Los misioneros aniquilaron la forma de vida de los niassi más de raíz que varios siglos de guerras.

En Brasil se persigue y se extermina a los yanomami sólo porque se ha encontrado oro en su provincia tradicional. Y uno de los ejemplos más significativos para el resto del mundo es el autogenocidio de los pascuenses, una tribu de polinesios que en el año 700 de nuestra era se estableció en la pequeña isla de Pascua, que en un período de 900 años proliferó de 200 personas a 70 mil, y que terminó desapareciendo ante una falta total de recursos debido a la sobrepoblación.

Estos casos de pérdida cultural nos enseñan una lección. Sólo existe una forma de mantener floreciente nuestra civilización: debemos proteger su diversidad. Debemos rechazar la venta de patrimonios como si fueran mercancías.

El objetivo de la civilización consiste en asegurar a todos cierta “calidad de vida”, engalanada con cierta “alegría de vivir”. Ya que democracia implica compartir, deberíamos trabajar por mejorar la suerte de los pueblos menos favorecidos (unas tres quintas partes de la población mundial). De cualquier forma, la parte individual del pastel va a irse reduciendo en una cantidad aún desconocida, conforme la población siga creciendo.

El acertijo es tan complejo que no se puede resolver sólo por medio de la economía, la genética, la moral, la termodinámica o la diversidad biológica. ¿Cómo deberíamos compartir nuestro entorno limitado entre la humanidad -que exige más y más espacio- y esa otra comunidad indispensable llamada fauna?

Preguntas como ésta ponen de relieve dilemas inevitables sobre la limitada y desconocida habitabilidad de la esfera en que vivimos. Pero no debemos desanimarnos por semejantes complejidades. Nuestros cálculos desesperados pueden simplificarse si recurrimos al sentido común, la buena voluntad y el amor.

Publicada en ‘Valuing the Environment’, del Banco Mundial.

(*) Jacques Cousteau (Saint-André-de-Cubzac, 1910 – 1997)

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