lunes, 13 de septiembre de 2010

Isabell Allende: Pinochet, El juicio del tiempo

Sep 11th, 2010
Reforma Jueves 4 de Febrero de 1999


Isabel Allende Escritora Chilena

Hace muchos años, me preguntaron si planeaba escribir algún día una novela sobre Pinochet. No, respondí, porque como personaje era insignificante. Necesito retractarme de esa declaración: Uno puede decir cualquier cosa sobre él excepto que es insignificante. El General ha mantenido a Chile bajo su dominio durante 25 años y sigue siendo la figura más influyente en el país. Una década después de renunciar a la presidencia, el viejo dictador sigue teniendo como rehén al gobierno democrático.
Por ahora, el general también está cautivo. Se encuentra bajo arresto domiciliario en una mansión de Londres, en espera de una decisión final sobre una petición de extradición por parte del magistrado español Baltasar Garzón, quien lo ha acusado de crímenes contra la humanidad -genocidio, tortura y terrorismo- cometidos contra ciudadanos españoles en Chile.
La petición encendió un debate en la Gran Bretaña y Chile y en todo Occidente sobre la sensatez e imparcialidad de llevar a juicio a ex gobernantes por violaciones a los derechos humanos. En cuanto a Augusto Pinochet, sin embargo, las cuestiones intelectuales son debatibles.
Al demandar al General, ensamblando un fuerte caso legal y emitiendo la petición de extradición, Garzón ya ha logrado el benéfico resultado de la ruina moral de Pinochet. En lo sucesivo, un hombre que tuvo la osadía de hacerse pasar como salvador de su nación ocupará su lugar junto a Calígula e Idi Amin. Aun cuando Pinochet nunca enfrente a un tribunal, se ha hecho justicia.
Antes de 1973, nadie podía imaginarse una dictadura en Chile, una nación tan orgullosa de sus instituciones democráticas que los chilenos nos hacíamos llamar “los ingleses” del continente. ¿Cómo fue, entonces, que este soldado, quien nunca se caracterizó por su inteligencia, cultura o valentía, llegó a tener el poder absoluto? Igual como en un momento crítico Adolfo Hitler personificó las frustraciones y aspiraciones de millones de alemanes, Pinochet llevó a Chile por un camino que muchos querían. Ni Hitler ni Pinochet pudieron haber existido sin el consentimiento tácito o explícito de millones de ciudadanos.
Durante mucho tiempo, Pinochet se ha mantenido como un símbolo de brutalidad por la sencilla razón de que estuvo y siempre estará ligado a Salvador Allende, un icono de la justicia social de principios de los 70. Allende fue el primer político marxista del mundo en ganar la presidencia de un país en una elección libre. En medio de la Guerra Fría, propuso “el camino chileno hacia el socialismo”, respetando la Constitución y todos los derechos de los ciudadanos. Su sueño era construir el tipo de gobierno social-demócrata que todos los países de Europa -excepto España e Irlanda- tienen en la actualidad.
Salvador Allende era primo de mi padre. Lo conocí bien y lo amé con una mezcla de admiración y ansiedad. Aunque era un hombre amable con buen sentido del humor, siempre creí que era imposible cumplir con sus estándares y expectativas.
Habiendo estudiado medicina, estaba bien familiarizado con las necesidades de los pobres. Fue fundador del Partido Socialista y fue nombrado secretario de salud cuando era muy joven.
En 1970, luego de tres intentos fallidos, Allende finalmente ganó la presidencia en una elección sumamente dividida. Fue un presidente minoritario, habiendo recibido sólo el 36 por ciento de los votos. Y aun entonces, su coalición, la Unidad Popular, estaba conformada de varios partidos que en raras ocasiones estaban completamente de acuerdo en algo. Esto fue una debilidad política que acecharía a su presidencia.
Pero ése no fue el mayor problema. Inmediatamente después que se conocieron los resultados de las elecciones, la Agencia Central de Inteligencia y la derecha chilena iniciaron una campaña de terror para evitar que asumiera el cargo.
Planearon el secuestro de René Schneider, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, a fin de provocar un golpe militar. Pero el complot salió contraproducente, Schneider fue asesinado y Allende se convirtió en presidente.
Pinochet persiguió a líderes estudiantiles y laborales, políticos, intelectuales, artistas y periodistas, así como a todos aquellos que formaron parte del gobierno de la Unidad Popular. La peor represión fue ejercida contra las clases bajas, por mucho tiempo consideradas por los militares como el principal semillero del marxismo.
El gobierno nacionalizó los bancos, muchas industrias y las minas de cobre, que representaban la principal fuente de ingresos del país y que estaban a manos de capitalistas norteamericanos. En ese momento, la oposición, respaldada por la CIA, emprendió una serie de acciones con la intención de desestabilizar la economía. Para empeorar las cosas, el gobierno quedó paralizado por las luchas de poder dentro de la Unidad Popular.
La consecuente crisis económica llegó a proporciones alarmantes. La tasa inflacionaria se disparó al 350 por ciento en medio de todo tipo de escasez, desde alimentos hasta refacciones para máquinas esenciales. Obreros y agricultores respondieron tomando el control de fábricas y granjas. Surgieron grupos armados de derecha e izquierda. Notablemente, a pesar de este sombrío panorama, la Unidad Popular en realidad incrementó su porcentaje de votos en las elecciones parlamentarias de 1973. En vista de esto, la oposición decidió que la desestabilización, económica, política y social no era suficiente para acabar con Allende. Se necesitaban medidas más drásticas.
Con el país en conmoción, Salvador Allende decidió realizar un plebiscito. Planeaba anunciarlo el 10 de septiembre, como se lo notificó a Pinochet(para entonces jefe de las fuerzas armadas), pero el general le pidió que lo pospusiera hasta el 12. El presidente no vivió para ver ese día. El 11 de septiembre, se dio el golpe militar que dejaría una profunda huella en el alma de Chile. Salvador Allende se suicidó en el palacio presidencial que estaba envuelto en llamas.
Esa mañana, salí temprano de casa. Las calles estaban prácticamente vacías, lo que me hizo pensar que los choferes de autobús estaban otra vez en huelga. Luego vi vehículos militares, tanques y grupos de soldados fuertemente armados. Cómo no tenía radio en el auto, fui a casa de una amiga cercana para escuchar las noticias.
Ella estaba muy afligida: su esposo, un maestro, había ido a la escuela donde impartía clases, y no tenía noticias de él. Para entonces todas las estaciones de radio, con excepción de una, habían sido acalladas por el ejército.
Me dirigí al centro para recoger a su esposo, y fue así como terminé siendo testigo del bombazo del palacio de La Moneda. Escuché las últimas palabras de mi tío en el radio portátil de mi amigo. Nos tomamos de la mano llorando, mientras tranquilamente él se dirigía al país con un histórico discurso que después sería transmitido y publicado en todo el mundo.
Habiendo declarado que nunca renunciaría a su cargo, se rehusó a huir del país en un avión que le ofrecieron los generales. Fue la decisión correcta, y no sólo porque su heroica muerte confirmó su lugar en la historia. Si hubiera aceptado el ofrecimiento de irse al exilio, ahora sabemos que Pinochet lo habría matado durante el vuelo.
“Mata a la perra y acabarás con la camada”, había dicho.

Hasta poco antes del golpe, Pinochet era un desconocido general del ejército. Había sido elevado al rango de comandante en jefe de las fuerzas armadas por el mismo Allende apenas tres semanas antes, tras la renuncia del general Carlos Prats, quien se vio presionado por la oposición. Prats recomendó a Pinochet con Allende, diciendo que era un soldado leal, en quien se podía confiar para defender la Constitución. (Prats, quien terminó en el exilio en Argentina, a la larga fue asesinado por órdenes de Pinochet).
Pinochet fue el último en unirse a la insurrección después de los infantes de marina, la fuerza aérea y la policía. La junta militar que pronto comandaría anuló el Congreso, hizo callar a la prensa, suspendió las
garantías constitucionales e inició la eliminación sistemática de la izquierda. La derecha brindaba con champaña mientras que los izquierdistas corrían para salvar sus vidas y el resto de la población se quedaba sin habla.
Pinochet persiguió a líderes estudiantiles y laborales, políticos, intelectuales, artistas y periodistas, así como a todos aquellos que formaron parte del gobierno de la Unidad Popular. La peor represión fue ejercida contra las clases bajas, por mucho tiempo consideradas por los militares como el principal semillero del marxismo.
El pueblo fue castigado por haberse atrevido a desafiar a aquellos quienes siempre habían ostentado el poder político y económico.
Miles de chilenos fueron arrestados, otros encontraron asilo en embajadas o escaparon cruzando la frontera, mientras que muchos simplemente desaparecieron. Se establecieron centros de torturas y campos de concentración por todo el país. Cientos de prisioneros fueron lanzados al mar desde aviones -después de abrirles el vientre para asegurarse que se hundirían- o fueron hechos pedazos en explosiones o enterrados con bulldozers.
El miedo se convirtió en una forma de vida. Voces de protesta se levantaron en casi todo el mundo porque el experimento socialista de Salvador Allende había causado gran simpatía, pero Washington apoyaba la dictadura de Pinochet.
El General cambió la Constitución para designarse presidente. Su deseo de legitimidad es una de las muchas paradojas de su carácter. En las primeras fotografías, Pinochet lleva lentes oscuros y tiene los brazos cruzados a la altura del pecho y la quijada hacia adelante en una imagen caricaturesca del dictador latinoamericano. Después modificó su imagen, usando trajes impecables y deshaciéndose de los siniestros lentes oscuros.
Hoy, a los 83 años de edad, Pinochet se ve como un padrino viejo y colmilludo. Se declara a sí mismo “el defensor de la civilización cristiana occidental”, es ultraconservador en su política, nacionalista, como la mayoría de los militares, y se considera un católico practicante, lo cual aparentemente para él no parece ser una contradicción.
Su héroe es Napoleón, con quien le gusta ser comparado. Hay incluso una Fundación Pinochet, dedicada a asegurar su lugar en la historia como el Napoleón chileno quien salvó al país del comunismo, una tarea que algunos pinochetistas afirman le fue asignada directamente por Dios. Si esto no es realismo mágico, está bastante cerca de serlo.
Pinochet se caracteriza por su astucia. Es un error pensar que es un tonto, como uno podría suponer al escuchar algunas de sus opiniones. (Cuando una tumba masiva fue descubierta con dos cuerpos en cada ataúd, dijo que era una buena forma de ahorrar clavos). Se rodeó de los ideólogos más inteligentes de la derecha. Transformó la economía de Chile, cambiándola de la democracia social al capitalismo de Milton Friedman, pero con poca de la libertad prometida por la Escuela de Chicago.
Empresarios e inversionistas estaban en el paraíso. Disfrutaban los beneficios del libre mercado, pero no tenían que tratar con sindicatos; los trabajadores eran muchos, baratos y sumisos. El Estado aún intervenía en la economía, pero siempre en favor de los capitalistas. La avaricia se convirtió en una nueva religión. Casi todo fue privatizado, incluso hospitales y escuelas públicas.
En conjunto, esto creó un auge económico y la base para un progreso sostenido, lo cual es el principal argumento de quienes defienden a Pinochet. Pero no pueden pasar por alto los costos sociales. Esta salvaje revolución capitalista resultó a costa de los pobres, quienes se suponía quedarían satisfechos con las migajas de los ricos. Para los más pobres de los pobres, las migajas nunca llegaron. En la actualidad, una tercera parte de los 15 millones de habitantes de Chile sigue viviendo en la pobreza.
La Constitución de Pinochet lo obligó a realizar un plebiscito en 1988 para determinar si los chilenos querían extender su mandato por otros ocho años o convocar a elecciones democráticas. Perdió y -hay que reconocerlo- aceptó la decisión del pueblo. En 1990, Chile entró en una “transición a la democracia” al elegir a un candidato demócrata-cristiano. Por qué hizo esto Pinochet? Sus partidarios nos hicieron creer que él creía que su obra histórica estaba hecha, y que era momento de cederles los tediosos detalles del gobernar a mortales menores.
De hecho, los vientos empezaban a soplar en su contra. Los generales de la fuerza aérea y de la armada habían anunciado que aceptarían los resultados del referéndum. Y con la Guerra Fría disminuyendo gradualmente, Estados Unidos ya no apoyaba regímenes brutales en Latinoamérica.
Pero antes de ceder el mando, Pinochet se aseguró de cubrirse las espaldas y de que el control siguiera en sus manos. Permaneció como comandante en jefe de las fuerzas armadas hasta 1998, cuando se declaró senador vitalicio. Nombró senadores para garantizar que la derecha controlara el Congreso y evitar así que la Constitución que había impuesto en la nación fuera cambiada. Una ley de amnistía le concedió impunidad por todos los crímenes que cometió durante su cargo.
Los partidarios de Pinochet explican la tortura, los asesinatos y las desapariciones como un mal necesario para prevenir una guerra civil en 1973. Eso es absurdo. Salvador Allende no tenía ni la intención ni la capacidad para establecer una dictadura. Era profundamente democrático, como lo demostraban todas sus acciones.
Las fuerzas armadas y el Congreso estaban en su contra, no contaba con el apoyo de la mayoría y sus seguidores no eran combativos. La derecha aún no comprendía que eran las fuerzas armadas -no Allende- quienes violaban la Constitución e imponían una tiranía.
Chile aún no es una democracia completa. El gobierno, atrapado en una controversia legal y diplomática y presionado por los militares, se encuentra a sí mismo en la incómoda posición de tener que defender al ex dictador sobre el fundamento de la soberanía.
Pero Pinochet no respetó la soberanía de otros países cuando ordenó el asesinato de Orlando Letelier en Washington, y de Prats en Buenos Aires.
Tampoco se opuso a la abierta intervención de Estados Unidos en el golpe militar de 1973.
Aunque pueden detestar al General, la mayoría de los chilenos sostiene que no debe ser juzgado en un tribunal del extranjero por crímenes que cometió en Chile. Consideran la intervención de España y de Gran Bretaña como colonialista. ¿Cómo reaccionarían los estadounidenses si España demandara la extradición de Henry Kissinger o de un ex director de la CIA para someterlo a juicio por las mismas atrocidades por las que se acusa a Pinochet?
Hay un doble estándar obvio cuando se trata de las relaciones europeas y norteamericanas con naciones menos poderosas. Por otra parte, no hay duda de que Pinochet nunca podría ser juzgado en Chile. A pesar de la ley de amnistía, hay 14 demandas en su contra pendientes en tribunales chilenos, pero hay pocas posibilidades de que alguna vez enfrente a la justicia.
En Chile hay una gran cautela con respecto al General, quien aún cuenta con el apoyo del 25 por ciento de la población. Entre ese grupo se encuentra por lo menos el 80 por ciento de los ricos y todos los militares. Un clima de histeria reina entre la ultraderecha. La prensa, controlada por la derecha, afirma que la detención de Pinochet humilla a todos los chilenos.
De acuerdo con una reciente encuesta, sin embargo, al 70 por ciento de la gente no le importa la suerte de Pinochet.
El General sigue siendo poderoso y temido. Las fuerzas militares siguen ejerciendo presión, pero no existe un peligro real de un golpe.
Ciertamente, están ofendidos por el arresto de Pinochet, y no desean que se realice una investigación en relación con los crímenes del pasado. Pero dudo que levanten un solo rifle para defenderlo. Los generales jóvenes no se sienten cómodos con el hecho de que se les identifique con la dictadura; en un mundo que aspira a la justicia global, quizá crean que es tiempo de limpiar su imagen.
La derecha, sin embargo, está capitalizando la situación, polarizando la nación en un esfuerzo por romper la coalición de partidos democráticos que ha gobernado durante una década.
Paradójicamente, las fuerzas social-demócratas son las que corren más peligro por el caso Pinochet, porque las facciones más conservadoras podrían verse tentadas a romper filas y alinearse con la derecha. Por lo tanto, a la izquierda le interesa que el General regrese con seguridad a Chile.
En Santiago, a principios de diciembre, justo antes de que el Ministerio del Interior de la Gran Bretaña accediera a permitir la extradición, el ambiente era tenso. Cuando resultó claro que Pinochet no regresaría pronto, hubo una sensación de alivio y la nube de miedo empezó a disiparse. La gente hablaba abiertamente en las calles.
En los programas de televisión, Pinochet ya no era llamado “el senador vitalicio”, sino “el ex dictador”. Políticos de izquierda y víctimas de abusos a los derechos humanos aparecían diariamente en televisión expresando sus opiniones.
Pero no me malinterpreten, el miedo sigue imperando en Chile; 17 años de terror dejaron huella. Mi país está traumado, al igual que un niño maltratado que siempre está esperando el siguiente golpe. La derecha tiene miedo de perder sus privilegios, y con buena razón.
Si Pinochet es destruido, el dique que lo ha protegido durante un cuarto de siglo se reventará. La izquierda le teme a la posibilidad de otro golpe y a la horrible represión del pasado. El gobierno le teme a las fuerzas militares y a una polarización que traería disturbios e inestabilidad. Y el resto del pueblo le teme a la verdad.
Durante años, los chilenos han vivido en una paz frágil basada en el silencio y la prudencia, pocos desean la confrontación. Por miedo hemos ocultado los recuerdos debajo del tapete. Le tememos a las palabras, tenemos miedo de llamarle a las cosas por su nombre, andamos de puntitas, hablamos con eufemismos, nos tratamos unos a otros con cautela y desconfianza. Esa es la herencia de este afligido patriarca: una nación con miedo.
Aunque aún tenemos un largo camino por recorrer, es refrescante ver el inicio del fin del reino del miedo.
No siento odio por Pinochet. El odio es una carga muy pesada, una que me quité de encima hace muchos años, cuando empecé a escribir. El escribir me ha permitido exorcizar la mayoría de mis demonios y transformar mi dolor en fuerza. Me gustaría verlo enfrentar un juicio, para que quede completamente expuesta la verdad sobre sus crímenes.
Pero no deseo que el General se pudra en la cárcel, como sucedió con muchas de sus víctimas. Ya ha sufrido una derrota innegable que nada hará que pueda convertirse en victoria.
Aun sin un juicio, a la vista del mundo es un supuesto criminal, y la censura moral puede ser peor que la prisión. Simplemente deseo que en el invierno de su vida el General pida el perdón de todos aquellos cuya vida destrozó, las familias de los muertos y desaparecidos, los exiliados y los torturados; que revele dónde pueden encontrarse los cuerpos de sus víctimas.
Sólo entonces, con el reconocimiento de errores pasados, empezará una verdadera reconciliación entre los chilenos.

Isabel Allende, escritora chilena, es autora de La casa de los espíritus y De amor y sombra.

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